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Pero debería resultar diáfano que existe un abismo entre aquellas películas que parten de dicha premisa para usarla de forma ocurrente o divertida, de aquellas otras que se limitan a hacer avanzar la historia hasta que el espectador no puede más y desea que se dé por finalizado el suplicio (el de los personajes del film y el suyo propio).
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Y es que no es lo mismo, por ejemplo, la divertidísima y socarrona trilogía de Destino final (con algunas de las muertes más exageradas y circenses jamás vistas) que esta Stay alive, de la que se ha llegado a decir que es casi un remake inconfeso de Ringu -o, ya puestos, de The Ring (La señal)- sustituyendo la cinta de vídeo por un videojuego cuyo nombre da título a la cinta.
Y es que en Stay alive, la película, todos los que juegan una partida de Stay alive, el juego, mueren (o casi).
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El videojuego citado parte de la historia real de la condesa Bathory, que (entre otras tropelías) mató a cientos de chicas jóvenes para bañarse en su sangre, pensando que así se mantendría eternamente joven. A partir de ahí, la historia del film es simplemente más de lo mismo, y lo mismo daría que en lugar de la Bathory habláramos de Jack el Destripador o el Demonio de Tasmania de la Warner: los personajes (que al respetable público le importan un comino) van muriendo sucesivamente de forma similar a como sus personajes ficticios murieron en el videojuego.
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Lo más lastimoso del asunto es comprobar cómo se desperdicia el dinero: Stay alive es una cinta de presupuesto digno, con efectos especiales conseguidos, una cuidada fotografía, etc., todos ellos méritos que se diluyen por culpa de lo estúpido de su argumento y lo intrascendente de la labor de su realizador, William Brent Bell. Para esto, preferimos cintas como Hatchet, que también son más de lo mismo, pero que no intentan engañar a nadie. Stay alive sí lo intenta, a duras penas, y no lo consigue ni por un momento.
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