Que el cine oriental ha invadido el Festival de Sitges desde hace unos años es algo innegable. Buena parte de la culpa la tiene el director del certamen, Ángel Sala, un confeso admirador de las cinematografías venidas del Oriente. ¿Pero quién puede echárselo en cara cuando, por un lado, no hace otra cosa sino reflejar la cada vez mayor admiración del público occidental (vean la profusión de webs y blogs dedicados al tema) por el cine asiático, y por otro, cuando algunas (muchas) de las mejores películas proyectadas durante el Festival pertenecen a la sección Orient Express?
Así pues, este año se pudieron ver los últimos trabajos de directores como Takashi Miike, Kim Ki-duk, Kiyoshi Kurosawa o Satoshi Kon, de los que iremos dando cuenta en días venideros; pero entre tantos ilustres conocidos llamó la atención también Pou-Soi Cheang y su Gau ngao gau, estrenada aquí con el título anglosajón de Dog bite dog.
La película narra el enfrentamiento entre un asesino a sueldo frío como el hielo y un policía de métodos expeditivos. Ambos son profesionales de pocas palabras (la voz del primero no se escucha hasta casi el final de la cinta) que se definen a sí mismos por su contraposición frente al otro, y donde los conocemos por lo que hacen, no por lo que dicen. Eso sí: lo que hacen se manifiesta mediante una violencia brutal que no deja respiro al espectador.
Pero en la cinta también hay espacio para la ternura: la que siente el asesino por una joven. A este respecto, y sin desvelar nada de la trama, hay que señalar que a algunos espectadores les parecerá que la parte final se sumerge en las aguas de la exageración; un servidor no lo cree, y se dejó llevar con alborozo por esta odisea de venganza y redención a medio camino entre Sergio Leone y el mejor John Woo.
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