Aunque el Capitán América no se ha contado nunca entre mis personajes favoritos de Marvel Comics (siempre he tenido más predilección por otros solitarios como Spiderman o Daredevil), hay que reconocer que la actual colección que edita en España Panini es una de las más interesantes de entre las publicaciones mensuales de la compañía. Y todo gracias a Ed Brubaker.
Ed Brubaker llamó mi atención por vez primera, creo recordar, en Gotham Central, la serie de la franquicia de Batman que, contra todo pronóstico, estaba más cerca del género policiaco que del superheroico: una Canción triste de Hill Street en viñetas, donde Brubaker compartía autoría con Greg Rucka, y donde se mostraba el trabajo de los policías de Gotham a la sombra del Hombre Murciélago.
Posteriormente recuperé dos trabajos tan interesantes como el independiente Lowlife, también dibujado por el propio Brubaker, y La escena del crimen, perteneciente al sello Vertigo y que se reveló como una narración de género negro al más puro estilo de Raymond Chandler. Despues me rendí irremediablemente a su talento en Point blank y la magistral Sleeper.
En este Capitán América, Brubaker ha sabido aunar el género superheroico con el bélico y el thriller, navegando entre el pasado y el presente del personaje, rescatando a personajes míticos del universo de Steve Rogers, como el fallecido Bucky Barnes o Sam Wilson, alias el Halcón, y construyendo tramas de largo alcance que mantienen en vilo al lector.
El pasado mes de enero, en Capitán América n.º 15, se publicaba el especial 65 Aniversario del personaje, cuya trama se ambienta en los años de la II Guerra Mundial, y donde aparecen los inevitables Bucky y Cráneo Rojo, así como Nick Furia y sus Comandos Aulladores.
Lo que hace tan especial este número es el trabajo gráfico de los españoles Javier Pulido y Marcos Martín, coloreados por Javier Rodríguez, que influenciados por una retahíla de autores clásicos, del fundacional Jack Kirby a David Mazzuchelli, recuperan el sabor añejo de los tebeos de los años 50 y 60, vistos ahora con ese cierto regusto pop que da la distancia temporal. ¿El resultado? Una lectura muy amena, donde Brubaker cumple con su cometido (como siempre), y que se disfruta sobre todo por el trabajo de nuestros paisanos ilustradores.
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