Los que hayan visto ya las dos películas anteriores de Alejandro González Iñárritu, Amores perros y 21 gramos, no se sorprenderán con lo que encuentren en Babel, cinta que cierra según su responsable la llamada "Trilogía del Dolor".
Y es que las tres películas, pese a tener tramas absolutamente independientes, presentan una serie de rasgos comunes que van mucho más allá del simple sello personal de un autor: todas ellas cuentan historias de protagonismo coral, donde los personajes y/o ambientes protagonistas suelen ser tres, y donde las vidas de todos ellos se cruzan en determinado(s) momento(s).
Por si esto fuera poco, las historias y los guiones concebidos por González Iñárritu y su fiel colaborador Guillermo Arriaga (fiel hasta la reciente ruptura de esta pareja artística) construyen las historias de forma fragmentada y sin respetar la cronología lineal, por lo que éstas van tomando forma como un puzzle que ha de ordenar el espectador conforme avanza el metraje.
En esta ocasión, las historias se desarrollan en el desierto de Marruecos, donde una pareja de norteamericanos pasa unos días para escapar de la rutina y de una crisis de pareja; en la frontera entre Estados Unidos y México, que ha de atravesar la cuidadora de los hijos de dicha pareja, para asistir a la boda de su hijo; y, finalmente, en las calles de Tokio, donde una adolescente sordomuda se enfrenta al aislamiento que le provoca su tara y a la incomprensión generacional entre ella y su padre.
Como es lógico, y como su mismo título indica, Babel está rodada en varios idiomas y códigos, incluyendo el de los sordomudos. Es esta una manera de subrayar el tema principal de la película: la incomunicación. Como hiciera en su día Michelangelo Antonioni al hablar de ésta en el seno de la pareja como representación de la sociedad medioburguesa, González Iñárritu hace de la falta de comunicación el centro de su narración, si bien la amplía a todo el orbe y a la sociedad de la globalización actual.
A nadie escapará que González Iñárritu es un director excepcional, que sabe cómo filmar aquello que le interesa contar. Si además cuenta con la colaboración de solventes actores (a destacar aquí a Brad Pitt y a la joven Rinko Kikuchi, sin duda la revelación del film) y técnicos (no podemos dejar de subrayar la magnífica fotografía de Rodrigo Prieto y la sobria y emotiva partitura de Gustavo Santaolalla, que como en 21 gramos vuelve a recordarnos a la música de Ry Cooder para Wim Wenders), es inevitable que cada uno de sus trabajos se convierta en una de esas películas que, obligatoriamente, hay que ver.
Pero eso no quita que la sorpresa que supusieron sus cintas anteriores se vea mitigada, y que podamos pensar si la fórmula de González Iñárritu no empieza a agotarse. Por ello, y con la Trilogía del Dolor finiquitada, empieza a imponerse que cambie de estilo, y dirija una historia menos coral y, desde luego, más convencional, con todos los riesgos que ello suponga. Porque su estilo empieza a oler a autoimposición y a cansar.
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1 comentario:
Vale, vale, iré a verla, lo prometo... pero podria quitarme esa pistola de la nuca?
Ozu lo que hacen hoy dia los productores...
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