Abandonad toda esperanza

lunes, 5 de noviembre de 2007

El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford: El suicidio del doble



Ya lo dijo Oscar Wilde: "Matamos aquello que amamos". Para exponer esta máxima, edificada sobre el vínculo que se estableció entre el bandido Jesse James y uno de sus hombres, el joven Robert Ford, el cineasta neozelandés Andrew Dominik ha construido El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, sin duda uno de los westerns más fascinantes de la historia del cine.



Dicha aseveración puede parecer gratuita, sobre todo al tratarse de un film tan reciente (todavía desconocemos cómo le sentará el paso del tiempo, aunque apostamos a su favor) y perteneciente a un género tan característico (y tan de capa caída en los últimos lustros, en los que solo han destacado trabajos de dos actores-realizadores como Clint Eastwood o Kevin Costner) como es el cine del oeste.



Pero visto el resultado, no podemos manifestar lo contrario: en un principio, no cabía esperar de Dominik (que hasta la fecha solo había dirigido Chopper, un film sobre un asesino en serie que supuso la revelación internacional del hoy popular Eric Bana) un film tan maduro como este, más propio del Francis Ford Coppola de Apocalypse Now o el Terrence Malick de La delgada línea roja o El Nuevo Mundo que de un realizador tan novato.



El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, producido entre otros por el propio protagonista, Brad Pitt, y por los hermanos Ridley y Tony Scott, podría haber sido el típico producto concebido para único lucimiento de su protagonista: un film importante, de casi tres horas de duración, centrado en una figura conocida y real de la historia de los Estados Unidos, e inequívocamente elaborado para arrasar en la taquilla y en los Oscars.



Pero el fascinante resultado final es un film espiritual, telúrico, fantasmal, que consigue salir victorioso allí donde la impostura del Dead Man de Jim Jarmusch (con una fotografía en blanco y negro y un Johnny Depp demasiado deudores de la estética indie) fracasó: actualizar el género mirando al cine del futuro en lugar de al pasado (esto último ya lo hizo, de forma inmejorable, Eastwood con Sin perdón).



Construyendo su obra más como un film de gángsters que de pistoleros del Far West, con un ritmo moroso y sin concesiones a la galería, en el que no caben vanos fuegos de artificio sino muy realistas (por su capacidad de rechazo del espectáculo) episodios de violencia, Andrew Dominik reflexiona sobre la figura del doppelgänger que desarrollara Otto Rank a partir de las teorías de Freud y Jeung: la figura del doble, nuestro otro yo negativo, en contraposición del cual cualquiera puede definirse a sí mismo.



Aquí, el doppelgänger de Jesse James es Robert Ford, un joven de apenas diecinueve años que ha admirado durante toda su (breve) vida al famoso pistolero y a su hermano mayor Frank (encarnado, nada casualmente, por un icono del oeste contemporáneo: el actor, director y dramaturgo Sam Shepard), y que alcanzará el sueño de su vida al trabajar codo con codo con su ídolo. Será a partir de la consecución de este sueño que su existencia como tal deja de tener sentido: ya no puede definirse por su sueño, y entonces solo cabe acabar con James para ser él, y no solo alguien como él.



Pero tras la muerte de James, el fracaso de Robert Ford se hace todavía más patente: en las representaciones teatrales con las que acabó ganándose la vida, es su hermano mayor Charlie (un soberbio Sam Rockwell, otro de los nuevos actores imprescindibles del panorama actual) quien hará las veces de Jesse James, mientras que Robert se ve condenado una y otra vez a repetir el acto de cobardía -James fue asesinado por la espalda- que acabó definiéndolo históricamente ante los ojos del mundo.



Cabe señalar que si Brad Pitt lleva a cabo uno de sus mejores trabajos, premiado en el pasado festival de Venecia, es Casey Affleck (hermano menor de Ben Affleck, y presente también este mes en el debut de este como director: Adiós, pequeña, adiós), quien lleva a cabo un trabajo verdaderamente modélico en la piel del asesino del asesino, sobre todo en los últimos (e impecables) cuarenta minutos, cuando amanece la jornada del magnicidio, y donde Robert Ford acaba destapándose como el hombre gris, el individuo ridículo sumido en la sombra, que solo pudo destacar matando aquello que amaba.



Al igual que hizo Robert Ford con su ídolo, Andrew Dominik ha matado aquello que ama, el western crepuscular, llevando dicho subgénero hasta la frontera del mismo. ¿Cabe concebir ahora dentro de sus directrices algo que supere a El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford? Creemos que no: este film, el western más telúrico, el más repleto de fantasmas que caminan sobre la Tierra desde que Sam Peckinpah pariera la obra maestra definitiva del mismo -Pat Garret y Billy the Kid, otra historia de amistad traicionada-, pone, necesariamente, punto y final a esta tradición. Ahora, dentro de las coordenadas del western, solo cabe hacer otra cosa.

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