Abandonad toda esperanza

miércoles, 19 de septiembre de 2007

La spettatrice: La imparcialidad imposible



Interesante debut en la realización el de Paolo Franchi, esta La spettatrice (La espectadora) estrenada en Italia en 2004 y que nos llegó con retraso, en diciembre del pasado año, y solo a través de los circuitos de exhibición en versión original.

La protagonista del film, Valeria, es una joven de 26 años que vive en Turín y trabaja como traductora de congresos. Durante su tiempo libre se dedica a salir con su mejor amiga (dependiente de su novio, y que envidia a la primera, según ella, por su facilidad para estar sola), y a observar a su vecino, un hombre de unos cuarenta años que vive con su perro.



El devenir cotidiano de Valeria cambia el día en que es testigo de cómo dicha mascota sufre un percance y su dueño se ve obligado a llevarlo con urgencia al veterinario. Es justo en ese momento que la espectadora deja de ser tan solo eso, e interviene en la vida de su vecino pidiéndole un taxi.

A partir de ahí empieza un proceso de fascinación por parte de Valeria, que la llevará a viajar a Roma (donde su vecino, Massimo de nombre y médico de profesión, se traslada por cuestiones de trabajo), e incluso a simular un accidente que le llevará a entablar amistad y relaciones profesionales con Flavia, la pareja del doctor.



La película opta, de esta forma, por narrar las relaciones que se establecen dentro de un triángulo no exactamente amoroso pero sí emocional. Pero Franchi, también guionista del film, toma la inteligente decisión de construir su narración desde el punto de vista del vértice en discordia, a diferencia de lo que hicieron otros cineastas, como Pier Paolo Pasolini en Teorema o Takashi Miike en Visitor Q, que se centraban más en las consecuencias de la intervención externa que no en el análisis psicológico del agente de esta última.



De esta forma, La spettatrice relata un proceso donde el personaje de Valeria (interpretada por una magnífica Barbora Bobulova), fría e implacablemente, sin voluntad de hacer daño a nadie pero siempre al límite, controla como puede el tablero de juego. Pero durante la partida descubre que uno mismo, o interviene en el juego o se queda de mirón, de espectador. No cabe la posibilidad de un término medio.

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