Después de un parón de un par de semanas, fruto de celebrar La Semana de la BD y de una inoportuna gripe con fiebre galopante, vuelve como cada martes la sección de "Bodrios que hay que ver", y esta vez lo hace con un programa doble dedicado a películas protagonizadas por clubs sociales de lo más selecto.
Empecemos por lo peor de lo peor: El club de los vampiros es el título que ha recibido en España para su distribución, imagino que solo en formato doméstico y plataformas digitales (porque si esto ha llegado a los cines es de juzgado de guardia), Bordello of Blood, una película de 1996 incluida dentro de la serie "Tales from the Crypt Presents...". Esto es, que se trata de una producción de Richard Donner, Walter Hill, Joel Silver y Robert Zemeckis (este último también presente como co guionista), como lo fueron antes las series televisivas Tales from the Cryptkeeper y Tales from the Crypt o el film Caballero del Diablo.
Precisamente Gilbert Adler, co director de esta última junto a Ernest Dickerson, regresa ahora en solitario para dirigir este El club de los vampiros, un film que recupera a John Kassir y al gran William Sadler a modo de anfitriones que dan comienzo y final a este relato de terror (es un decir, claro). El primero pone la voz al Guardián de la Cripta sacado directamente de los tebeos de William Gaines para EC Comics, mientras que el segundo hace las veces de una momia (sic) que se juega sus distintos miembros -me refiero a brazos y piernas, malpensados- en una partida de cartas con el presentador.
La acción del film arranca en una selva de Centroamérica, o así, en la que una expedición liderada por Phil Fondacaro (actor enano habitual ya en esta sección: véanse Troll o The Creeps, aka La rebelión de los monstruos) arriba a una gruta olvidada de la mano de Dios en la que encuentran un cadáver momificado. Los distintos integrantes de la expedición se cabrean cuando descubren que el ansiado tesoro no es más que una muerta más seca que la mojama, pero hete aquí que su líder saca de una pequeña cajita de madera un corazón, lo introduce en la caja torácica de la susodicha, y esta resucita con la muy agradecible apariencia de la modelo Angie Everhart.
Acto seguido volvemos a la civilización, y descubrimos a los hermanos Verdoux: ella, Catherine (nada más y nada menos que Erika Eleniak, una de las míticas vigilantes de la playa televisivas) es una mojigata que trabaja como secretaria de un telepredicador (Chris Sarandon) obsesionado con acabar con los enemigos de Dios; él, Caleb (nada más y nada menos que Corey Feldman, la estrella ochentera de Viernes 13 4.ª parte, Los Goonies y Jóvenes ocultos, recuperado en The Birthday), es todo lo contrario: un motero macarra que solo piensa en emborracharse, jugar a los dardos y cepillarse a la primera que se ponga a tiro.
Cuando Caleb desaparezca, su hermana contratará a un investigador privado -interpretado por Dennis Miller- tan cutre que solo tiene tiene una tarjeta de visita -que va enseñando para recuperar de inmediato-, pero que pese a su innegable cutrez será lo bastante inteligente como para descubrir que Caleb se ha visto atrapado por unas vampiresas (en sentido literal) muy sexys que regentan una especie de burdel infernal oculto tras una funeraria que sirve de tapadera (y que, pese a su discreción, tiene bastante éxito, para que vean), y ha sido convenientemente transformado en vampiro.
Por supuesto Lilith, la Reina de los Vampiros resucitada en la primera escena del film, es la madame del club de alterne, que dirige con mano férrea en compañía de su salvador, y al parecer ambos tienen un acuerdo con el predicador y superior directo de la chica que ha perdido a su hermano menor. Sí, efectivamente, el mundo (del cine de serie B) es un pañuelo...
Como imaginarán, El club de los vampiros es un film que pretende mezclar terror, intriga y humor para fracasar estrepitosamente en todos los campos: los chistes carecen de gracia alguna, el único interés real es mostrar la anatomía de las chicas que participan en la película (me refiero a la susodicha Everhart y su cohorte de vampiras, porque la Eleniak -recuerden, hace de mojigata- va vestida hasta el cuello), y el único momento de auténtico terror se produce cuando aparece a modo de cameo una no acreditada Whoopie Goldberg. Qué susto, oigan.
Tampoco es nada del otro jueves El club de los monstruos (The Monster Club), pero como en ella intervienen Vincent Price y John Carradine a modo de anfitriones, pues imagínense: comparen a estos dos monstruos, nunca mejor dicho, del cine de género con Erika Eleniak o Corey Feldman. No hay color, claro.
Esta película de 1980 arranca en un callejón oscuro: el escritor de libros de terror R. Chetwynd-Hayes (Carradine), a la sazón autor del libro en el que se basa la película, es atacado -más o menos, la verdad es que casi se le ofrece a ayudarle- por Eramus (Price), un vampiro centenario que a modo de agradecimiento y admirando su obra se ofrece a llevarlo consigo a un club nocturno de lo más selecto: el Monster Club. Allí, mientras uno se toma un buen vaso de sangre y otro un zumo de tomate por aquello de no desentonar, el vampiro le cuenta tres relatos de terror que podrían servirle de inspiración...
Así pues, estamos ante una película de terror de episodios, que puede recordar tanto a filmes míticos como Historias extraordinarias (o Poe según Malle, Vadim y Fellini), Historias de terror (o Poe según Corman, Matheson y el mismo Price) o Doctor Terror (o el terror según la Amicus); cintas más que decentes como Creepshow y su primera secuela; o subproductos infames como algunos que ya han pasado por este vuestro blog: Creepshow III, Noche en el tren del terror, Dream Valley (Área maldita), Snoop Dogg's Hood of Horror, Necronomicon o Trapped Ashes... a cual peor. Aunque juraría que Creepshow III gana por puntos...
La verdad es que los tres relatos de El club de los monstruos son bastante pobres, pero el director -el veterano Roy Ward Baker haciendo lo que puede con un material de derribo- tuvo el acierto de colocar las historias de menos a más: la primera es el típico relato moralista en el que una pareja sin escrúpulos (Barbara Kellerman y Simon Ward) deciden que ella empiece a trabajar como asistenta con un noble (James Laurenson) que resulta ser un shadmock, una extraña criatura cuyo terrorífico poder es silbar muy fuerte (¡sic!), con el fin de robarle todo lo que puedan; en su desalmado plan ella llegará incluso a acceder a casarse con él, que está rendidamente enamorado de la primera mujer que parece no rechazar su desagradable aspecto. Pero claro, al final se descubre el pastel y todo acaba como el rosario de la aurora...
El segundo relato no es nada del otro jueves, pero tiene su gracia y seguro que haría las delicias de un Tim Burton adolescente: los Busotsky son una familia en apariencia normal y bien avenida, formada por el matrimonio integrado por Richard Johnson y la chica Bond Britt Ekland, y su pequeño hijo Lintom, un joven apocado que en el colegio es objeto de burlas de sus compañeros por su comportamiento apagado y taciturno. Lo que los chicos no saben es que el padre del joven es un vampiro de los de toda la vida, de traje de frac y siestas en el ataúd del sótano... La apacible existencia de los Busotsky se complicará cuando sean descubiertos por un escuadrón de cazavampiros miembros de una sociedad secreta de cazadores de chupasangres (¿alguien ha dicho Buffy?) liderados por el inimitable Donald Pleasence...
El tercer relato no es gran cosa tampoco, pero por lo menos tiene cierta atmósfera: Sam (Stuart Whitman, al que ya vimos en Ruby) es un director de cine de terror de serie B que aprovecha el fin de semana para salir de viaje en busca de un apartado e inquietante pueblo donde rodar exteriores para su próxima película; pero tendrá tan mala suerte como para llegar a una villa habitada por caníbales que se alimentan de los incautos que van a parar allí. Efectivamente, este relato tampoco es el colmo de la originalidad, pero hay que reconocer que esta historia en la que también participa el kubrickiano Patrick Magee es la única de las tres que puede presumir de lograr cierto ambiente, cierta atmósfera neblinosa a lo Lovecraft.
Por lo demás, si en El club de los vampiros lo que daba más miedo eran los cinco segundos de Whoopi Goldberg, en El club de los monstruos lo que más asusta son los interludios en los que Price y Carradine son testigos de diversas actuaciones musicales que se supone amenizan la velada, por parte de grupos de pop rock tirando a siniestros hoy justamente olvidados que provocan bastante vergüenza ajena (sobre todo cuando vemos a los pobres Price y Carradine bailar entre tanto energúmeno con máscaras de goma).
En fin, hasta aquí hemos llegado con estos dos clubs selectos a los que, como diría Groucho Marx, no nos gustaría pertenecer si nos admiten en su seno. La próxima semana, más.
Con todas sus carencias, a mi EL CLUB DE LOS MONSTRUOS me parece una peli de lo más entretenida, sana y tontorrona. Un encanto. La historia de los necrófagos está muy bien.
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