Sí, hoy de nuevo y como la semana pasada toca un programa doble, pero creánme que no me voy a explayar con estos dos títulos, primero porque ando por la Semana Negra de Gijón y esto lo he dejado programado a última hora, y segundo porque las dos películas en cuestión son aburridas y mediocres hasta decir basta.
¿Y por qué he decidido hablar de ellas, aunque sea poco?, se preguntarán ustedes, amables lectores, con la sabiduría que les caracteriza. Pues la respuesta no es otra que no puedo evitar verme en la obligación de ejercer de servicio público, y advertirles de que someterse a cualquiera de estas dos películas -muy particularmente, la segunda- es perder un tiempo precioso que ni Filmax ni Eurocine ni nadie va a devolverles. Porque estos dos títulos ni siquiera son engendros divertidos como puedan serlo R.O.T.O.R. o los Munchies. Estas dos películas, para más inri españolas, son, como diría Woody Allen, la prueba palpable de que existe el concepto filosófico de La Nada.
Veamos: La monja podría pasar por ser la peor película de terror española de todos los tiempos si no fuera porque ese mérito le corresponde a La central (de la que hablaremos después). El film dirigido por Luis de la Madrid parte, sorprendentemente, de una idea original de Jaume Balagueró, la gran esperanza blanca del terror español, firmante de la excepcional Los Sin Nombre o -a medias con Paco Plaza- la magnífica REC, y que incluso en trabajos menos logrados como la reivindicable Darkness o la digna Frágiles está muy por encima no ya del cine fantástico patrio, sino de la media del cine de cualquier género y cualquier parte.
La única explicación que se me ocurre es que Balagueró también saldrá por las noches, también se tomará una copa de vez en cuando, y en mitad de alguna fiesta debió de contar a viva voz una idea tonta que se le había pasado por la cabeza: el fantasma de una monja asesinada años atrás por unas alumnas hartas de estar sometidas a vejaciones varias en el colegio donde estudiaban como internas, regresa de la muerte para vengarse de aquellas y de sus descendientes.
Y seguramente, alguien que había bebido todavía más que Balagueró se lo tomó en serio. Y hete aquí que La monja acabó por filmarse. Una historia original, ¿verdad? Pues poco más cuenta esta película, en cuyo reparto destacan nombres conocidos como los de Lola Marceli, Natalia Dicenta, Teté Delgado o Paulina Gálvez (como las niñas en cuestión, ya creciditas), o la actriz y modelo Cristina Piaget como Sor Muerta.
La única originalidad de la propuesta radica en el giro final de la historia, una gran sorpresa para el espectador... aunque lo sea no gracias al talento del guión o de la labor de dirección, sino a que el film es tramposo a más no poder y se sale por peteneras a la primera de cambio. En definitiva: una gran pérdida de tiempo.
Aunque para pérdida de tiempo, la de la La central. El film en cuestión supone la enésima variación del subgénero slasher: esto es, un asesino de identidad desconocida va eliminando uno por uno a los protagonistas. Pero si el género nos ha dado obras maestras, películas excelentes, otras mediocres y algunas realmente infumables, todavía no había llegado a las cotas abisales de miserabilidad que consigue alcanzar Francesc Giró en su debut en la dirección.
El film cuenta, si es que cuenta algo, que un grupo de adolescentes deciden pasar quince días de vacaciones en una antigua central eléctrica, reformada por los adineradísimos padres de uno de ellos como casa de campo en las afueras de la ciudad. Así que hasta aquella zona, que como no podría ser de otra forma está bien apartada de todo rastro de civilización, carece de teléfono y ni siquiera tiene cobertura de telefonía móvil, llegan los doce muchachetes y muchachonas a pasarlo bien bañándose en el lago, bebiendo, fumando hierba y trotando gozosamente en el bosque amparados por la soledad y la nocturnidad.
Y claro, donde hay soledad y nocturnidad hay un asesino en serie, que no pudiéndose permitir una máscara de hockey como el Jason Vorhees de Viernes 13 o una máscara fantasmagórica al estilo Munch como el Ghostface de Scream, opta por llevar una chaquetita con capucha, que aunque sea verano por la noche refresca, mientras va acabando con los jóvenes uno por uno con herramientas tan rudimentarias como un cuchillo o una llave inglesa.
Ahora bien, para que el espectador sea testigo del primer asesinato, primero ha de soportar tres cuartos de hora (de apenas ochenta minutos que dura el film, y que se hacen interminables) de diálogos intrascendentes por parte de los jóvenes emporrados (que reflexionan sobre cuestiones tan fascinantes cómo el porqué Goofy y Pluto son ambos perros pero uno habla y el otro no, o qué tamaño tiene que tener un ratón como Mickey para sacar a pasear a Pluto). En fin...
Y poco más: el asesino hace acto de presencia, y va despachando a los jóvenes que da gusto, para regocijo de un espectador que se toma el asunto convirtiéndolo en un auténtico body count: conforme van quedando menos tontolastrés con vida, sabe que también queda menos de aguantar el suplicio hasta que semejante engendro acabe.
Finalmente se revela la identidad del asesino -¡Sorpresa! ¡Era uno de los protagonistas!-, y un par de ellos consiguen sobrevivir para contarlo. Lo que no ha sobrevivido son cientos de neuronas del espectador que han muerto irremediablemente como si él solo se hubiera bebido y fumado lo mismo que los doce protagonistas.
Créanme: no pierdan ni un miserable pedazo de sus vidas con esta basura. Dedíquenlo a mejores menesteres, como leer en la playa, echarse una agradable siesta o depilarse las cejas.
Nada más que por lo malas que parecen estoy por ir a alquilarlas (bueno o tirar de emule...).
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