domingo, 20 de enero de 2008

Los crímenes de Oxford: Perfección matemática



De un tiempo a esta parte, cada vez que se hablaba de Los crímenes de Oxford, de Álex de la Iglesia, nunca se dejaba de subrayar que estábamos ante un trabajo de encargo, suponemos que porque el proyecto pasaría antes por otras manos, además de por tratarse de una adaptación literaria, en este caso de la novela homónima de Guillermo Martínez. Homónima al menos aquí: en la Argentina natal del autor, este libro galardonado con el Premio Planeta del país se tituló con el más ajustado Crímenes imperceptibles.



Este factor, lejos de preocuparnos como les ocurrió a gran parte de la crítica y al considerable número de seguidores del cineasta vasco, acabó casi por tranquilizarnos. Con De la Iglesia nos sucede lo mismo que con los hermanos Coen: quizá no compartimos con ellos el mismo sentido del humor, algo tan personal por otra parte, y de ahí que nos entusiasmen Muerte entre las flores, Barton Fink o Fargo y no El gran Lebowski, O Brother! o The Ladykillers. Igualmente, al contrario de lo que le ocurre a casi todo el mundo, la película que más nos gusta del director español, a falta de ver un par de ellas (800 balas y Crimen ferpecto), no es la estimable pero no deslumbrante El día de la bestia, o Muertos de risa (una de las comedias más sobrevaloradas del cine patrio de los últimos tiempos), sino precisamente la más atacada, denostada y vilipendiada de su filmografía: con Perdita Durango -recordémoslo, otro encargo en su momento, que pasó en su momento antes por las manos de David Lynch o Bigas Luna-, De la Iglesia se lanzaba de cabeza a la piscina del universo fronterizo y desquiciado del escritor Barry Gifford, ese mismo universo que ya retratara el propio Lynch en Corazón salvaje, y dejándose contagiar por la mirada de este último y por el espíritu de Sam Peckinpah y los spaghetti westerns de Sergio Leone, nos ofrecía un thriller salvaje y trepidante, tan poderoso como la composición que Javier Bardem hacía del psicopático y místico Romeo Dolorosa.



Esta percepción se confirma con Los crímenes de Oxford, un film de factura impecable que, digámoslo ya, es posiblemente el mejor de su director, y que extrae todas las posibilidades, sin dejarse ninguna en el tintero, de la estupenda novela en la que se basa, aquí adaptada por el propio realizador en compañía de su co guionista habitual, Jorge Guerricaechevarria.



Así pues, es posible que Álex de la Iglesia sí sea un artista personal y con un mundo propio, pero también es posible que ese mundo propio no sea el nuestro o no despierte todo nuestro interés. Pero de lo que no cabe duda es de que, más allá de que compartamos con él su manera de entender el humor y de contemplar el mundo que le rodea, se trata de un cineasta con indudable talento y de cinefilia más que aprovechada, elementos ambos que lo llevan a fijar la cámara en lugar más indicado posible a cada momento, así como a hacer evolucionar la narración a ritmo imparable, sin que algo tan farragoso como las matemáticas -uno de los elementos primordiales de la trama- impida su desarrollo o aburra al espectador.



De la Iglesia sabe muy bien qué tiene entre manos, y como su admirado Alfred Hitchcock (al que, sin ninguna duda, el director quiere emular, algo que consigue con nota) sabe que una película tiene que empezar en un punto álgido y no bajar de ese nivel. Por ello, en lugar de arrancar con la llegada del alumno norteamericano Martin (Elijah Wood) a Oxford, adelanta en una escena pre créditos unos instantes de una conferencia del profesor y matemático Arthur Seldom (John Hurt) sobre la posibilidad de conocer la verdad absoluta y poder demostrarla como tal, fuera de las fronteras de la matemática, a partir del célebre Tractatus Logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein. Ya desde esta primera escena, el trabajo de Hurt se intuye de antología, y estamos seguros de que si el cine de género no fuese tan menospreciado por la Academia norteamericana, el protagonista de El hombre elefante llegaría a estar entre los cinco nominados al Oscar al Mejor Actor por la soberbia composición que realiza aquí.



Como decíamos, el director es un cinéfilo que sabe aprovechar todas las posibilidades del material del que dispone: de ahí que el papel de la señora Eagleton, primera víctima de la serie de crímenes que articula el suspense, corra a cargo de la veterana Anna Massey, protagonista de una serie de películas de intriga y horror tan británicas como El fotógrafo del pánico de Michael Powell, El rapto de Bunny Lake de Otto Preminger o, sobre todo, Frenesí de Hitchcock, una de los filmes más interesantes y más ingleses realizados jamás por el Maestro del Suspense.



Y como en muchas películas del maestro Hitchcock, en Los crímenes de Oxford nada es lo que parece. Los asesinatos, unos crímenes imperceptibles dado que las víctimas iban a morir de todos modos y sus muertes podrían pasar por accidentales, se suceden, mientras el equipo formado por profesor y alumno intentan encontrar las respuestas al acertijo matemático propuesto por el asesino, así como bregar con la propia Policía que considera como sospechoso a cualquiera que se cruce en el camino. Efectivamente, el film es un whodunit en la tradición de Agatha Christie, donde absolutamente todos son sospechosos: Beth, la hija de la primera víctima (una estupenda Julie Cox); la enfermera con la que Martin mantiene un idilio (una Leonor Watling que es lo único que desentona ligeramente en un film casi perfecto, y que empieza a gustarnos más como cantante que como actriz); el padre de un niño aquejado de un mal casi incurable (Dominique Pinon, actor fetiche de Jean-Pierre Jeunet); el amigo del maestro, también matemático, postrado en una cama del hospital (el realizador y actor ocasional Alex Cox); el alumno ruso, rencoroso y paranoico (Burn Gorman)... Nadie se libra de la sospecha, para regocijo del espectador.



Pero De la Iglesia, realizador honesto en un film de esos tan proclives a engañar al espectador ocultándole información, subraya en todo momento esa falsedad de lo que creemos ver pero no vemos, y sin caer en el recurso del falso flashback, algo que Hitchcock denostó tanto después de usarlo él mismo en Pánico en la escena, nos recuerda, como el Jia Zhang-ke de The World, que vivimos en el mundo de la apariencia, con ese museo británico que recoge imitaciones perfectas de joyas del arte, y donde Seldom parece encontrarse muy a gusto porque solo allí es posible tener una certeza absoluta de algo: la de que todo es falso. Un Seldom interpretado por un John Hurt en estado de gracia, y que, en una pirueta cinéfila tan del gusto del realizador, se disfraza del terrorista revolucionario Guy Fawkes en la festividad del 5 de Noviembre después de haber sido, en V de Vendetta, el Gran Hermano que intentaba pararle los pies a V, un Fawkes de nuestro tiempo.



Una vez concluye el film, todos los hilos quedan bien atados, y el espectador no puede menos que quitarse el sombrero ante el trabajo de casi todo el reparto, con un Elijah Wood muy ajustado y que no se deja ensombrecer por la que, repetimos, es la gran baza del film: un John Hurt antológico en la piel de un personaje para el recuerdo. Pero, sobre todo, el que a todas luces sale triunfante de la propuesta es el propio Álex de la Iglesia, que demuestra saber filmar como nadie y adaptarse a la historia que tiene que contar de la mejor de las maneras posibles. Si esto es un encargo, por nuestra parte que la cartelera se deje inundar de ellos.

2 comentarios:

  1. Anónimo8:15 a. m.

    Impresionante lo bien que esta hecha la peli, demostrando una ambicion de la que suelen carecer las pelis por estos lares (esas secuencias de epoca o el concierto). Estoy contigo en que es posiblemente la mejor peli de Alex de la Iglesia.

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  2. A mí también me sorprendió el "arranque bélico", atrevidísimo y que solo sirve para mostrar a Wittgenstein meditabundo en mitad de una batalla campal. Qué despliegue de medios, algo lamentablemente inusual en el cine de aquí. Ni Michael Bay...

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