domingo, 30 de septiembre de 2007
Los testigos: Un film bélico
Llevábamos varios años sin ver una nueva película de André Téchiné, ya que lamentablemente nos perdimos la anterior Los tiempos cambian; además, nos da la sensación de que dicho margen de tiempo es aún mayor, por lo ligeramente defraudados que nos dejó su antepenúltimo estreno en España: Fugitivos.
Con Los testigos, uno de los cineastas más interesantes del país vecino (para el que esto firma, quizá el más apasionante junto con Claude Chabrol y, en menor medida, Bertrand Tavernier), regresa a la cartelera española con una de sus películas más personales, pero no en el sentido de arriesgada formalmente, sino por los matices autobiográficos que presenta.
Téchiné, autor de reconocida homosexualidad, recrea en Los testigos los años inmediatamente previos y posteriores a la aparición pública del sida (esto es, alrededor del año 1984). Dividida en tres partes de las que la última ("El regreso del verano") es apenas un breve epílogo, el grueso del metraje lo componen los dos primeros fragmentos: "Los días hermosos" y "La guerra". Esto es: el antes y el después.
Aunque, como es obvio, la fuerza dramática recae en "La guerra", el gran acierto del film es dar tiempo suficiente, en el apartado anterior, a que el espectador conozca y confraternice con los personajes protagonistas: Adrien, un médico gay; Manu, un joven homosexual, última conquista del anterior, recién llegado a París; Sarah, escritora de libros infantiles y amiga del primero; y Medhi, policía y pareja sentimental de la anterior.
Téchiné muestra en los fotogramas de su última película la imposibilidad de abatir a un enemigo implacable durante un auténtico estado de sitio: no ya mediante los avances médicos (representados por Adrien), sino desde la brutalidad y las armas (Medhi) o la imaginación (Sarah). Nadie puede salvar a Manu, ni siquiera su hermana, cantante de ópera, que sumida en las tinieblas del escenario (en el que es uno de los mejores momentos de un film que no carece precisamente de grandes momentos) preconiza la muerte de su hermano. Ahí radica el drama de Los testigos, en esa indefensión que se ve subrayada por el hecho de que el espectador sepa más de ese enemigo imbatible que los propios personajes, por las coordenadas temporales en las que cada uno está ubicado.
Todo ello se ve arropado por la espléndida fotografía de Julien Hirsh y la partitura de Fred Chichin y el veterano Philippe Sarde, consiguiendo fotogramas cargados de emoción que recogen el testigo del mejor Truffaut, una sensación que se crece en aquellos planos sin palabras y con el subrayado musical de la partitura original del film o las canciones rescatadas de la época (esto último algo que ya le funcionó muy bien a Téchiné en la maravillosa Los juncos salvajes, otro film sobre la condición homosexual).
No obstante, Téchiné no logra la intensidad de algunos de sus trabajos anteriores, que sin duda se cuentan entre nuestros films franceses favoritos de los últimos tiempos: pienso en En la boca, no, la citada Los juncos salvajes, Alice y Martin o aquel maravilloso díptico protagonizado por Catherine Deneuve y un inconmensurable Daniel Auteil: Mi estación preferida y Los ladrones.
De todas formas, y pese a que quizá la excesiva implicación en los hechos narrados ha llevado a Téchiné a realizar un film en el que la emoción la daba por supuesta, Los testigos es una película que no desmerece el resto de la filmografía de este gran cineasta, injustamente oscurido para la crítica y el público por la indiscutible brillantez, temática y formal, de Tavernier o los últimos vestigios de la Nouvelle Vague, aún militantes y en algunos casos en plena forma, en otros supervivientes de las rentas: Chabrol, Rohmer, Rivette y Godard.
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