O lo que es lo mismo, un cine basado en el propio cine y un cine que encuentra en la realidad circundante su razón de ser.
La cinematografía asiática, frente al más adocenado cine occidental, sigue proporcionándonos gratas sorpresas. Y no es que hayamos manipulado los datos para llegar a tal conclusión: que hayamos visto la mediocre The woods y la espléndida Suicide club en un mismo fin de semana solo es fruto de la más pura casualidad.
The woods, inédita en los cines pero estrenada en formato doméstico con el título de El bosque maldito, es la segunda película de Lucky McKee, que debutara con la interesantísima May. En esta ocasión se nos cuenta la historia de una joven pirómana (Agnes Bruckner, vista en la todavía peor La marca del lobo; qué carrerón el de esta chica) que es internada por sus padres en un colegio privado; allí se enfrentará a una alumna veterana (Rachel Nichols, célebre por la quinta temporada de Alias) y a la férrea directora del centro (Patricia Clarkson, estupenda en Buenas noches, y buena suerte).
El primer trabajo de McKee, la citada May, no era el colmo de la originalidad, y su principal referente pronto se revelaba al espectador: como si de una nueva versión apócrifa de Carrie se tratase, pero vista desde una óptica más propia del cine indie, las andanzas de la retraída May interesaban al espectador gracias a un competente trabajo de dirección por parte de McKee, así como por la memorable composición que de su personaje hacía una magistral Angela Bettis.
Con The woods, McKee vuelve al género del terror, y lo hace con otro remedo de cintas anteriores: esta historia de internado femenino con pasado inquietante y rodeado de misteriosos bosques debe mucho, en realidad demasiado, a los árboles vivientes de Posesión infernal y, sobre todo, a Suspiria de Dario Argento, de la que esta parece un convencional remake sin la genialidad golfa y desvergonzada del italiano.
Frente al sopor que produce el visionado de The woods, experiencia carente de toda posibilidad de sorpresa, y donde solo destacan aspectos técnicos como la fotografía o la partitura original, señalar el creciente interés que despierta, conforme avanza su metraje, la provocadora Suicide club, cinta japonesa que, como la anterior, solo se ha visto aquí estrenada en deuvedé.
Más tosca que la cinta de McKee, pero mucho más interesante a nivel de ideas, este film dirigido por Sono Sion en 2002 forma parte de ese extraño subgénero, no codificado como tal pero indudablemente existente, que está integrado por esas películas de género fantástico, de terror o de autor que, tras su premisa argumental, ocultan una visión del mundo deshumanizado en el que nos ha tocado en desgracia vivir.
El Club de la Lucha, de David Fincher, será sin duda el referente más socorrido. Pero pienso también en cintas como Crash de David Cronenberg o la reciente Hostel de Eli Roth, trabajos tan políticos como el cine de Ken Loach o más que las producciones de Oliver Stone.
El arranque de Suicide club es, simplemente, tan aterrador como espectacular: cincuenta y cuatro alumnas de varios institutos de Tokio deciden suicidarse al unísono lanzándose frente a un tren de metro para ser arrolladas, todas ellas cogidas de la mano y sin perder la sonrisa ni por un momento... Estos serán los primeros suicidios de una larga lista que tendrá en jaque a la Policía de la ciudad.
A partir de ahí, la película mantendrá la atención del espectador durante todo su metraje. Conforme avanza la acción, este va dándose cuenta de que es poco menos que imposible descubrir quién está detrás de esta ola de muertes... porque posiblemente no haya nadie. Sí existe un Club del Suicidio que aboga por despedirse de la vida en masa, y sí existe una web que va registrando dichas muertes, de la misma forma que existe un sector de la población (ahí está la chica que responde al nombre de El Murciélago, y que trata de ayudar a los agentes de la ley) que se opone a ello. Pero al final se pone de manifiesto que los culpables somos todos.
Como muestra de la sociedad contemporánea, somos testigos de un Japón convulso, con una juventud, futuro de la nación, marcada por el consumo de drogas y la prostitución de adolescentes, y que ya no tiene esperanzas en el día de mañana. Es el mismo país y la misma situación que denunciaba la también política Battle Royale de Kenji Fukasaku: allí se mataban unos a otros, aquí se matan a sí mismos. Pero el resultado es el mismo: la muerte como una salida; quizá no la más válida, pero sí la más fácil y efectiva.
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