jueves, 19 de marzo de 2009

Cineclub: La doble educación sentimental de los Gilmour


Cineclub, de David Gilmour, es el segundo libro de dos que en apenas unos meses ha publicado Mondadori y que reflejan la relación entre un padre y su hijo a través de un texto que oscila entre la narrativa y el testimonio. El primero, recordarán ustedes, fue el muy recomendable Equivocado sobre Japón, donde el escritor Peter Carey (La verdadera historia de la banda de Kelly) relataba su viaje al País del Sol Naciente en compañía de su hijo aficionado a los mangas y al cine de Hayao Miyazaki, y que acababa convirtiéndose en un acercamiento entre el autor y su primogénito.



Lo mismo sucede en Cineclub, un libro excepcional, en cierto sentido superior al muy recomendable libro de Carey, y que como sucede con este parece idóneo recomendar su lectura en un día como hoy, el Día del Padre. Porque el relato protagonizado por David y Jesse Gilmour, a la postre mucho más un testimonio sobre las relaciones humanas que un libro sobre cine, reflexiona acerca de la condición de ser padre, de las responsabilidades adquiridas, de las decisiones que hay que tomar y del miedo a equivocarse.



El canadiense David Gilmour era hasta el momento el autor de seis novelas que, si no me equivoco, permanecen inéditas en nuestro país (y esperemos que esta situación cambie pronto). Pero con este Cineclub se aparta del territorio de la ficción para contarnos la curiosa experiencia que durante unos meses le unió más que nunca a su hijo Jesse, hoy independizado pero por aquel entonces un adolescente que vivía bajo su mismo techo... En realidad, bajo el de la casa de su ex mujer y madre del muchacho, aunque esa situación tuvo que cambiar muy pronto.



Al parecer, el expediente académico de Jesse Gilmour era cada vez peor, y el muchacho se veía abocado sin remedio a un fracaso escolar del que su padre temía no iba a poder escapar jamás. Y dado el desinterés de aquel por los estudios, a su progenitor se le ocurrió una estrategia a todas luces sorprendente: permitiría a su hijo que abandonase el instituto y que siguiera viviendo con él, sin trabajar ni pagar alquiler ni manutención. Solo habría dos condiciones: la primera, mantenerse alejado de las drogas; la segunda, y cuyo desarrollo articula el texto que nos ocupa, estaría obligado a ver junto con su padre tres películas a la semana, que este elegiría basándose en sus conocimientos de la historia del cine: durante un tiempo fue crítico cinematográfico en un programa televisivo, aunque ahora aquello se había acabado y en el transcurso del libro se nos cuenta que la situación económica de la familia es cada vez más delicada.



Así, y contando con la nueva mujer de Gilmour, la escritora, productora y directora de vídeo Tina Gladstone, como testigo de excepción, y con las novias de su hijo -la sexy y manipuladora Rebecca Ng, la más convencional Chloë Stanton-McCabe- como personajes secundarios pero muy relevantes, David Gilmour y su hijo se disponen a ver una larga retahíla de títulos cinematográficos, más o menos importantes, más o menos laureados, del cine norteamericano al extranjero, del comercial al independiente, del cine de autor al cine de género.



Así, ante las pupilas de ambos (y, por extensión, de los lectores de Cineclub), van pasando títulos clásicos como Los cuatrocientos golpes (primera película que David y Jesse ven en su salón, un film autobiográfico de François Truffaut sobre la infancia y la educación), La dolce vita de Federico Fellini, Gigante de George Stevens, ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra o Desayuno con diamantes de Blake Edwards. También hay hueco para directores en activo, como Woody Allen -espléndido gusto el de los Gilmour: ven Annie Hall, que acaba entusiasmando a Jesse, así como Manhattan, Hannah y sus hermanas y Delitos y faltas-, Quentin Tarantino -del que disfrutan sus tres primeros y mejores trabajos: Reservoir Dogs, Pulp Fiction y Jackie Brown-, o Adrian Lyne, del que se dice que su Lolita es una obra maestra. Sí, han leído bien, su Lolita y no la de Stanley Kubrick.



Y es que en el recorrido fílmico de los Gilmour no hay lugar para los prejuicios: se ve igualmente ese monumento del neorrealismo italiano titulado Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, que el mastodóntico fracaso de Isthar, con Warren Beatty y Dustin Hoffman. No se desprecia el cine fantástico, pues se llega a decir que El resplandor es la mejor película de Kubrick -algo que no nos parece descabellado del todo- y que Robocop supone el mejor trabajo de Paul Verhoeven -algo con lo que no estamos de acuerdo, pero que nos parece saludablemente personal. Y al hablar de Verhoeven, David Gilmour confiesa sus placeres culpables: le confiesa a David Cronenberg, otra presencia capital del libro, que le entusiasma Pretty Woman -"de la que es muy difícil apartarse una vez que te tiene bajo su estúpido hechizo"-, y le propone a su hijo ver Showgirls, la peor película del realizador holandés, muy por encima a su parecer de la tan cacareada Plan 9 from Outer Space de Ed Wood.



Y así, a lo largo de varios meses y varias proyecciones privadas, algunas de estas películas sirven a David Gilmour para dar lecciones de cine, siempre directas y accesibles: La ley del silencio de Elia Kazan y su lectura como una apología de la delación de su director durante la caza de brujas anticomunista, lo atractivo que resultó en su día para el gran público el debut en la gran pantalla de James Bond (encarnado por Sean Connery) con Agente 007 contra el Dr. No, o la importancia del trabajo del actor, caso de Gary Cooper en Solo ante el peligro o Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma. Otras veces, la importancia histórica de la película es menor, y aparecen como proyección de las vidas particulares de los protagonistas (ahí está Chungking Express de Wong Kar-wai como recordatorio de la exótica Rebecca) o solo (¿solo?) sirve como excusa para que un padre y su hijo hablen de lo divino y lo humano.



Porque eso es lo que hace grande a un libro como este Cineclub, una suerte de educación sentimental doble: por un lado, el visionado de estas películas es la única educación que recibe un adolescente durante un tiempo; por otro, su padre se educa a sí mismo como responsable de su hijo, y aprende a tomar decisiones y a apechugar con las consecuencias. Además, Gilmour no elude la preocupación ante la incertidumbre de si actúa bien o mal permitiendo a su hijo que abandone la escuela, una incertidumbre que no acaba de resolverse dejando al lector que saque sus propias conclusiones.



Decía Fernando Trueba en su Diccionario del cine -como este, un libro sobre cine extremadamente personal e intransferible, y pese a ello libro de cabecera del que esto firma desde que lo leyó hace bastantes años- que adoraba visitar al malogrado Guillermo Cabrera-Infante (escritor, y crítico de cine con el seudónimo de G. Cain) y a su mujer Myriam Gómez porque siempre se salía de su casa con una nueva película que desconocía y que acababa de ver allí o que haría por ver lo antes posible. Así funciona Cineclub: si no se ha visto alguna de las películas citadas, se hace todo lo posible por remediarlo (un servidor no había visto todavía El gato conoce al asesino de Robert Benton hace tres días, y ayer ya solventó esta carencia después de leer las palabras de Gilmour), y si ya se han visto -como sucederá con la mayoría- se le contagian las ganas de volverlas a ver.



Cineclub es, en definitiva, un libro excepcional: un manual para padres e hijos, y un amigo virtual para los cinéfilos que gustan de hablar de cine (es decir, todos). Un regalo estupendo para este Día del Padre, y para cualquier otro día. No lo dejen pasar.


Cineclub
David Gilmour
Barcelona, Random House Mondadori, 2009
256 pp. - 16,90 €

[Fotografías: Reservoir Dogs, Vacaciones en Roma, Pretty Woman, El resplandor, La dolce vita, Lolita, Showgirls, Chungking Express, La ley del silencio, Los cuatrocientos golpes.]

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