martes, 24 de junio de 2008

Bodrios que hay que ver: Blood Diner

Hay películas que no tienen ni pies ni cabeza por culpa de la incompetencia de sus realizadores, y otras son un auténtico galimatías porque han sido concebidas como tal. En el caso de Blood Diner, posiblemente el film sea resultado de ambas razones, porque solo así puede explicarse tan marciana realización.



Y es que esta película dirigida por Jackie Kong, y conocida en España con el subtítulo de Fonda sangrienta, tiene de todo... y esto, como veremos, no es necesariamente bueno: misteriosos asesinatos en serie, policías duros como rocas, cultos religiosos ancestrales, caníbales insaciables, excavaciones arqueológicas, nudistas que practican aerobic, luchadores nazis, cocineros ventrílocuos, rockeros con tupé y hasta un cerebro con ojos en un tarro. Pero vayamos por partes:



La cinta arranca con una escena de la infancia de los protagonistas, los pequeños George y Michael Tutman, dos hermanos que juegan tranquilamente en el salón de su casa. Efectivamente, se llaman "George" y "Michael", lo cual resulta bastante risible cuando alguien los llama al mismo tiempo -cosa que en el film sucede bastante-, y que solo se explica si pensamos que su madre era una fan fatal de Wham! mucho antes de descubrir que su célebre cantante era gay.



Al hogar de los Tutman va a parar el tío Anwar, un desequilibrado que acaba de cortarse sus partes pudendas y al que persiguen las fuerzas policiales. Después de destrozar la puerta y entrar en el domicilio, el psicópata regala a sus sobrinos dos medallones que representan el culto a Sheethar, una diosa olvidada objeto de adoración a lo largo de los siglos. Hay que señalar que la explosiva interpretación que de Anwar ofrece el actor Drew Godderis reduce a Al Pacino a un mimo del Parque del Retiro, y remite sin duda al protagonista de Blood Feast (cinta de la que volveremos a hablar enseguida).



Acto seguido se nos dice que como quien no quiere la cosa han pasado veinte años, y es que madre mía cómo pasa el tiempo, como un suspiro. Hoy aquí y mañana allí. No somos nadie. Bueno... Pues es entonces que descubrimos a George y Michael (je je je), ya dos muchachotes bien sanotes, disponiéndose a profanar la tumba del tío Anwar para recuperar su cerebro. Y efectivamente, allí está la masa cerebral del susodicho, maravillosamente conservada, y que una vez es guardada en un bote con formol podrá hablar (gritar, más bien), dar órdenes tiránicas a diestro y siniestro y hasta pedir pizzas por teléfono (siempre que alguien le sostenga el auricular, claro está).



La intención de Anwar, por supuesto, es resucitar a Sheetar y a su culto, y para ello hará de sus dos sobrinos sus herramientas de trabajo: deberán reconstruir un cuerpo para la diosa, que ha de estar formado por partes de cadáveres de distintas chicas, y para complicar más el asunto, al más puro estilo de ¿Qué apostamos?, algunas partes han de pertenecer a chicas más bien promiscuas, mientras que otras deben provenir de una virgen (que ya son ganas de complicar el asunto).



Así pues los hermanos Tutman, mientras regentan un bar que ejerce de tapadera para los turbios asuntos de la familia, y donde introducen a los parroquianos en las placenteras delicias de la cocina caníbal sin que estos se enteren de la misa la mitad, se dedican a salir de ligue -convenientemente disfrazados- por bares y clubs nocturnos en busca de chicas fáciles... a las que convencen para volver a su negocio para allí poder desmembrarlas tranquilamente.



Ni que decir tiene que las actividades de los Tutman tienen en jaque a la Policía, particularmente a la pareja encargada del caso: un macarrilla mezcla de Lorenzo Lamas y el Tony Manero de Fiebre del sábado noche y una policía nueva en la ciudad, más dura que Harry el Sucio y con un cierto parecido a uno de los Jackson, no sé si Janet, Latoya o Michael cuando era negro, porque los confundo entre sí. Ambos agentes trabajan al servicio de un duro comisario que a poco que puede golpea duramente en el estómago a su hombre favorito cada vez que este dice una sandez (lo cual es habitual). Esto último me hizo gracia, ya ven.



La acción de Blood Diner avanza mortecinamente siguiendo, por un lado, las escabechinas que van montando los hermanos Tutman, y que incluye el acoso a la última virgen del barrio (que para más inri no es otra que la hija del policía que persiguió y abatió a Anwar dos décadas antes), y por otro la pobre investigación de la pareja de policías, sazonando todo ello con la presencia de la competencia de los Tutman, representada por un cocinero que regenta un puesto de hamburguesas y cuyo único cliente parece ser un muñeco de tamaño natural al que él mismo, cual José Luis Moreno del mundo gastronómico, le pone la voz.



Por si esto fuera poco el guión -que viene firmado por Michael Sonye, el cual escribió otras tres películas en aquel 1987, dos para el inefable Fred Olen Ray- sazona este esquema argumental con varios numeritos de rock cincuentero o incluso glam (¿qué pasaba en el cine de terror cutre de los 80, que cantaba todo el mundo? Véase Neon Maniacs, sin ir más lejos)... y hasta con una competición de lucha libre donde uno de los hermanos se enfrenta al pequeño Jimmy Hitler, un luchador ario (o eso cree él) al que acaba, literalmente, merendándose.



Porque claro, el canibalismo es uno de los elementos clave de la trama, y esta parece abocada a una fiesta final donde Sheetar resucita y todos los invitados se convierten en caníbales. Pero hasta allí llegan los agentes de la ley, primero la dura agente Jackson pistola en mano, y luego el macarra, que llega un poco tarde porque no encontraba aparcamiento (y así lo dice, el muy jeta).



Finalmente, y tras el enfrentamiento entre la Policía y los hermanos Tutman, y donde perecen varios de los invitados, la recién resucitada Sheetar parece pasar a mejor vida -y solo lo parece, porque como es norma en el cine del momento al final se revela que se ha librado por los pelos-, los hermanos Tutman también estiran la pata, y todo acaba como un cuento de hadas: fueron felices y comieron... ¿perdices? ¿Seguro que eran perdices?



En fin... Este film, como podrán ver, no deja de ser una libérrima actualización de la mencionada Blood Feast, mítica -aunque decididamente mediocre- película de Herschell Gordon Lewis que inauguró nada más y nada menos que el cine gore. Es más, este film de Kong, durante su realización, tuvo como título de trabajo provisional Blood Feast 2. Al hilo de esto, podemos señalar que en Portugal se tituló Jantar Fatal (lo cual suena bastante gracioso) y en Polonia Krwawa wieczerza (que tampoco sé muy bien qué significa). Lo que me parece fascinante es que una película así logre no ya llegar a Portugal o a Polonia (o a España), sino simplemente sobrepasar las fronteras del pueblo donde fue rodada. Vivir para ver.

1 comentario: