domingo, 10 de febrero de 2008
No es país para viejos: Actos y consecuencias
Aunque los hermanos Coen cuentan con la consideración de ser cineastas todoterreno sin prejuicios a la hora de tratar cualquier tema o género, a poco que nos fijemos en su ya considerable filmografía nos daremos cuenta de que, con una sola salvedad, siempre se mueven entre dos grandes géneros: la comedia y el policiaco. Como mucho, sus películas pueden ser partícipes en mayor o menor medida de algún subgénero (caso del thriller o el puro cine negro), y en muchos casos funden ambos dando como resultado algo que enseguida se percibe como un film al estilo de los Coen.
La excepción a la que hacíamos referencia es, claro, la soberbia Barton Fink, Palma de Oro de Cannes y, hasta ahora mismo, la película más redonda de sus autores. El resto de sus filmes pueden catalogarse como comedias más o menos genuinas (caso de Arizona Baby, El gran salto, O Brother! y Crueldad intolerable), comedias con tintes policíacos (El gran Lebowski, The Ladykillers), thrillers con apuntes cómicos o excéntricos (Fargo, El hombre que nunca estuvo allí)... o, sencillamente, muestras de puro film noir (Sangre fácil, Muerte entre las flores).
A este último grupo pertenece su nuevo film, No es país para viejos, basado en la novela homónima de Cormac McCarthy y que, digámoslo ya, se encuentra en condiciones para competir con el triunvirato formado por Muerte entre las flores, Barton Fink y Fargo por el liderazgo como trabajo más redondo de esta pareja de cineastas, tan compenetrados que funcionan como uno solo.
Lo que más llama la atención de No es país para viejos es que, por vez primera, sin lugar a dudas ni matices a destacar, Joel y Ethan Coen se han puesto al servicio de la historia que tenían que contar y no al contrario: esto es, su nuevo film hace gala de una sobriedad como no se había visto nunca en su anterior filmografía, quizá desde su debut con aquel preciso film noir titulado Sangre fácil, y ni aun así. La acción de No es país para viejos, conducida por la persecución que sufre un extraordinario Josh Brolin por parte de un inquietante Javier Bardem avanza sin grandes aspavientos, con meticulosidad pero sin esa cierta tendencia a fardar por parte de los Coen que tan patente quedaba en sus anteriores películas. Solo en algunos planos detalle, muy queridos por ambos cineastas (los pies descalzos del asesino Anton Chigurh caminando en busca de una nueva víctima, los mismos pies enfundados en unas botas a punto de mancharse de sangre), puede apreciarse que hay alguien detrás de una cámara filmando una acción de gran verosimilitud.
Así pues, con No es país para viejos los hermanos Coen se han rendido incondicionalmente a la ficción urdida por McCarthy, eterno candidato al Premio Nobel de Literatura y uno de los escritores más celebrados de los últimos tiempos, dando como resultado una narración que habla de los actos y las consecuencias, de la confrontación entre el destino inexorable y el libre albedrío, entre las decisiones tomadas a conciencia y las conducidas por el azar que determina una moneda lanzada al aire.
Esto establece una patente paradoja: el acercamiento no oficial de los Coen a un par de textos canónicos de la novela negra norteamericana, las novelas de Dashiell Hammett Cosecha roja y La llave de cristal, dio como resultado una película tan heterodoxa, atrevida y visualmente poderosa como Muerte entre las flores. Ahora, basándose en una novela como la de McCarthy, que aunque bebe del género negro flirtea con otros, caso del western crepuscular, el drama costumbrista y hasta el terror situado en los territorios fronterizos del Gótico Americano, construyen su película más genuinamente noir, un film que desde ya, como le ocurrió al Clint Eastwood de Sin perdón y Mystic River, tiene aroma de clásico.
La narración de No es país para viejos demuestra que, sea como sea, los actos que llevamos a cabo y las consecuencias que aquellos ocasionan solo ocurren una vez, y no hay vuelta atrás. Y los Coen han conseguido que la trama del film, pese a su aparente sencillez, sea tan imprevisible como la vida misma: en cualquier momento cualquiera puede matar o puede morir. Al respecto, cabe señalar el atrevimiento de la pareja de cineastas a la hora de decidir que la muerte de uno de los protagonistas principales ocurra fuera de campo, en una de las elipsis más osadas jamás vistas en la gran pantalla. Esto es algo que no está al alcance de la mayoría de los realizadores.
A destacar, de un reparto compacto como pocos, que efectivamente el celebrado trabajo de Javier Bardem como el psicópata Anton Chigurh es verdaderamente soberbio, si bien no es nada que al espectador español vaya a sorprenderle después de verle en películas como Éxtasis, Carne trémula, Perdita Durango, Los lunes al sol o Mar adentro. No obstante, se entiende la admiración del público y la crítica norteamericana, deslumbrados por su buen hacer y sobre todo porque su cometido es el de materializar un personaje construido para lucirse.
En cambio, mayor atención nos merece Josh Brolin, un actor que hasta hace poco había pasado bastante desapercibido, y que en los últimos meses ya había dado dos toques de atención con Planet Terror y American Gangster. Ahora, con No es país para viejos, el hijo de James Brolin ofrece su mejor interpretación construyendo un Llewelyn Moss de carne y hueso que el guión de los Coen retrata a la perfección con apenas algunos apuntes: su estrato social humilde, su rango de veterano de Vietnam, la relación que lo une a su esposa (sin pasión pero basada en el respeto, el cariño y la simpatía)... Es un personaje, como Chigurgh, que se caracteriza mucho más por lo que hace que por lo que dice.
En cambio, el sheriff Ed Tom Bell, al que da vida un sobrio Tommy Lee Jones, es el personaje más discursivo del film -por ello su voz en off es lo primero que el espectador oye en el film-, sin duda por su edad más avanzada: un agente de la ley que es testigo de cómo el mundo va evolucionando, cada vez a peor, y se va convirtiendo en una realidad que no puede ni quiere comprender; un mundo previo a la globalización actual (los Coen, con sutilidad, señalan que la acción del film acontece en 1980), sin Internet ni teléfonos móviles, y donde llama la atención, como síntoma de una inmidente decadencia y una irrevocable pérdida de las buenas maneras, que un joven lleve el pelo tintado de verde y luzca un pendiente en la nariz. Un personaje este del sheriff Bell que tiene en la candorosa policía interpretada por la oscarizada Frances McDormand en Fargo su más diáfano precedente dentro de la filmografía de los Coen, si bien el personaje de Jones, más maduro, resulta también más creíble y menos caricaturesco.
Así pues, No es país para viejos es una película redonda, perfecta, que extrae todas las posibilidades de la novela que adapta, y que consigue atrapar la atención del espectador durante dos horas pese a los escasos giros argumentales, la linealidad de la acción y, subrayamos de nuevo, la total ausencia de cualquier sentido del espectáculo: incluso las escenas más violentas apuestan por una exposición fría y calculada, cuando no (caso de la operación de venta de droga que acaba en masacre y que desata la acción, o del tiroteo que le cuesta la vida a uno de los protagonistas, cuya identidad no desvelaremos) directamente por la elipsis. El resultado es un film donde cada secuencia, cada plano, cada línea de diálogo, cada movimiento de cámara, dan la sensación de ser el único posible; y, por extensión, una película que tiene en su frialdad, en su aparente falta de pasión, en su sentido del antiespectáculo, su más importante herramienta para, precisamente, emocionar, sorprender e inquietar a un espectador absolutamente rendido.
(+) La novela de Cormac McCarthy:
- Abandonad toda esperanza, salmo 83º: "Poderoso caballero"
- No es país para viejos: Corazón salvaje
Muy buena crítica Fran. Aún no la he podido ver, pero caerá, sin duda.
ResponderEliminarQué ganas de ver esta película!!! Porque el libro es una caña y la peli debe estar a las altura.
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