jueves, 24 de enero de 2008

Keane: Desesperación



Desesperación, el título de la novela de Vladimir Nabokov que sirvió también para la adaptación cinematográfica de la misma a cargo de Rainer Werner Fassbinder, funcionaría también a la perfección para titular Keane, la tercera película de Lodge Kerrigan, un retrato veraz y contundente de un hombre desesperado ante la desaparición de su hija pequeña.

Al parecer Kerrigan es un cineasta que apuesta siempre por historias descarnadas: ya lo hizo con sus dos filmes precedentes, Clean, Shaven (1993) y Claire Dolan (1998), y ahora reincide con esta tercera película que todavía puede verse en filmotecas y demás circuitos de versión original.



El protagonista del film es William Keane, al que interpreta un espléndido y sobrecogedor Damian Lewis (al que vimos en El cazador de sueños y en la miniserie Band of Brothers, y que ahora protagoniza la serie Life). Se trata de un individuo al límite de la locura, que malvive en hoteles de mala muerte alrededor de una estación de autobuses donde su hija Sophie fue presuntamente secuestrada unos meses antes. Keane solo va al hotel a dormir lo justo para soportar un día más, que pasará como todas las jornadas deambulando por las instalaciones de la estación y sus alrededores, preguntando a todo aquel con que se cruce si ha visto a su hija, y buscando un trabajo provisional (asegura ser pintor de casas y empleado temporal de la construcción) que le permita seguir pagando las noches de hotel.



La desesperación llevará a Keane a abusar del alcohol y de la cocaína hasta convertir su devenir vital en una auténtica odisea de paranoia donde todos los que le rodean son el enemigo: todos son sospechosos de haberse llevado a Sophie. De la misma forma, su obsesión se materializará en tratar de repetir continuamente el momento de la desaparición de la niña, un instante que vuelve a su memoria una y otra vez, y que trata de reconstruir no ya solo para buscar una solución (¿podría el presunto criminal volver a la escena del crimen a repetir su fechoría?), sino también para comprender lo incomprensible, para aprehender lo inaprehensible: un tiempo presente de soledad y desamparo que vive y del que no logra escapar.



A través del periplo cotidiano en el que Keane se ve embarcado, Kerrigan logra que el espectador se plantee cuestiones alrededor de los individuos sin rumbo que pueblan los lugares de paso (estaciones de autobús, de tren o metro, aeropuertos) y que viven en sus carnes el rechazo de los viajantes que no están dispuestos a arriesgar ni un ápice de su rutina, sea esta más o menos plácida; y al mismo tiempo convierte al personaje central en un monstruo muy humano que primero da miedo pero luego provoca lástima y compasión. Al respecto, destacar la espléndida escena del bar donde el protagonista pide al barman que suba la música: su movimiento mientras canta y baila, las líneas cinéticas del desplazamiento físico, convierten su rostro en el de un ser deforme que esconde en su interior el espíritu de la tragedia.



Conocer a Lynn y Kira, una madre (Amy Ryan, vista después en Adiós pequeña, adiós, en un papel parecido y candidato al Oscar) y su hija (Abigail Breslin, la revelación de Pequeña Miss Sunshine) también residentes en el mismo hotel, y establecer una relación de amistad con ellas, supondrá para el protagonista un atisbo de esperanza, un método de sanar las heridas: preocupándose por otras personas Keane intenta redimir sus pecados (además de su comportamiento reciente, subyace en él la sospecha de haber descuidado a la pequeña y por tanto ser en parte culpable del drama), al mismo tiempo que logra dejar de ser el foco de la tragedia, una tragedia construida sobre el elemento ausente, la X de la ecuación.



Al respecto cabe señalar que, en ocasiones, el material publicitario que rodea a una película no se limita a vender el producto, sino que acaba enriqueciéndola: es el caso del magnífico cartel de este film, centrado en el personaje de la pequeña Kira y no en el propio protagonista, no digamos ya su hija Sophie. El póster le subraya al espectador, como le recuerda al protagonista, la ausencia de esta última, aquello que es posible no vuelva a tener nunca, y de lo que la hija de la vecina no es más que un sucedáneo, una copia imperfecta. Por ello, cuando Keane se da cuenta de que esta no puede sustituir a la anterior, ni siquiera va a desaparecer como le ocurrió a su hija para que él trate de evitarlo, solo le queda derrumbarse y llorar. Y la historia funde en negro.

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