Taxidermia, de György Pálfi, relata sesenta años de la historia de Europa del Este a través de la existencia de tres hombres, un trío de generaciones sucesivas de una misma familia, disfuncional por casi inexistente.
El primero de estos hombres es un soldado raso que participa en la I Guerra Mundial: aburrido de una contienda sin emoción alguna, y donde sufre abusos continuos por parte de un estricto superior, dedica la mayor parte de la jornada a pensar en el sexo, masturbándose mientras espía a unas campesinas, o practicando el coito (como puede, claro) con un cerdo desollado.
El segundo protagonista, hijo bastardo que engendró el anterior en la obesa dueña de la casa donde se refugiaba, nace con una deformidad en la columna (el consabido rabo de cerdo del que nacen muchas historias del folclore de la zona). Ya de adulto, en la Hungría inmersa en plena era comunista, se convierte en un deportista de elite de campeonatos de comida.
Finalmente, la gris existencia del hijo del anterior (del que se sugiere que podría no serlo, dados los escarceos de la madre durante el banquete nupcial) se limita a su trabajo como taxidermista, así como al cuidado de su padre, que se ha visto reducido a ser una masa informe de carne que apenas puede hacer nada sin su ayuda, y que dedica su tiempo a ver la televisión (particularmente, los informativos metereológicos y concursos como en los que participaba él de joven), así como a comer compulsivamente.
Con Taxidermia, su realizador se presenta como un curioso heredero de la mirada excéntrica y el gusto por las carnes magras de Federico Fellini (y, de paso, su alumno más aventajado del cine contemporáneo: Emir Kusturica), si bien su mirada acerca de la condición humana lo aleja del optimismo festivalero del italiano y el yugoslavo y lo acerca más bien a la estética deprimente de un David Cronenberg (el de la Nueva Carne, en cine), un Clive Barker (en literatura) o un Charles Burns (en cómic).
Esto se debe a que su nueva película supone un paso más, bien contundente, en la filmografía abisal de los exégetas de la descomposición física como representación de la corrupción ética, del Pier Paolo Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma al Jörg Buttgereit de Nekromantik, y que aquí retrata el deseo del ser humano por perpetuarse, ya sea a través de la fecundación (el soldado), la fama y la gloria (el deportista) o la conservación eterna de la carne y su conversión en arte a admirar (el taxidermista).
Como aviso, aunque ya lo habrán intuido, señalar que el film está repleto de imágenes que buscan, sin ningún género de dudas, despertar la sensación de rechazo y repulsión en el espectador, en una narración marcada por las limitaciones del cuerpo (la interminable e indiscriminada ingestión de los concursos y su mecánica regurgitación para poder seguir comiendo; la obesidad mórbida de muchos de los protagonistas) y los desvaríos de la mente (la autodisecación y automutilación del último protagonista).
Así pues, Taxidermia es un film interesantísimo, de cuidada estética, y que hace pensar en un autor como Jean-Pierre Jeunet: la parafernalia, y sobre todo la fotografía, del film están tan cuidados como los de Delicatessen o Amélie. Pero es obvio señalar que, a diferencia de los trabajos del francés, Taxidermia no será plato del gusto de muchos, muchísimos, paladares, poco preparados para enfrentarse a una mirada tan oscura como esta.
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