Hace unos años la opinión pública alemana se vio conmocionada por el caso de Armin Meiwes, que a través de un foro de Internet dedicado al canibalismo conoció a un hombre que admitió ser descuartizado y devorado por el primero.
A partir de este caso, que recorrió los mass media de todo el mundo, el cineasta alemán Martin Weisz filma Rohtenburg (Grimm Love Story), una austera película que se convirtió, junto con Requiem y la ya comentada aquí Homecoming, en la gran triunfadora del último Sitges: obtuvo los premios de Mejor Director, Mejor Fotografía, y un merecido premio ex aequo como Mejor Actor para sus dos protagonistas principales, Thomas Kretschmann como el verdugo y Thomas Huber como la víctima.
Este premio es merecido porque la labor de los actores es magnífica en ambos casos, pero se justifica aún más si nos damos cuenta de que es con mucho el mayor mérito de esta cinta, que comete un error imperdonable: no opta ni por una estética documental que la habría hecho mucho más inquietante, ni tampoco se desmelena para ofrecer un recital malsano y perverso que la habría hecho si no mejor (y quizá también), sí más divertida.
Así pues la película se convierte en muchas ocasiones en demasiado explicativa, usando el personaje de Keri Russell, la televisiva Felicity, como una estudiante norteamericana que prepara un trabajo sobre el tema; y por lo expuesto en el párrafo anterior, a pesar de la estupenda fotografía de Jonathan Sela, se queda un poco en tierra de nadie y se acerca demasiado a la estética de las TV movies. Eso sí: queda en el recuerdo el magnífico trabajo de Kretschmann y Huber, marcado por sus diálogos cargados de soledad, sus miradas repletas de miedo.
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