Ayer tuve la oportunidad de ver una de esas deudas pendientes que uno tiene consigo mismo a partir de su devoción por alguien. Me refiero en esta ocasión a El niño de la luna, película de Agustí Villaronga.
Villaronga siempre me ha parecido uno de los directores más personales con los que cuenta nuestro cine, un cineasta con una mirada tan particular como la de Julio Medem, pero sin el éxito mediático de este, sin duda porque sus historias, oscuras reflexiones sobre lo más inquietante de la condición humana, no son del agrado de la mayoría, y la poesía que destilan sus imágenes no es tan fácil de aceptar como la del autor de Lucía y el sexo.
El debut de Villaronga, Tras el cristal, es una arrebatadora historia de posesión y dependencia, que contiene algunas de las escenas más impactantes que un servidor haya visto jamás. Dicha fuerza seguía presente en 99.9 (dentro de lo que cabe, su trabajo más accesible), El mar, o en la fascinante Aro Tolbukhin (En la mente del asesino), codirigida por Isaac-Pierre Racine y Lydia Zimmermann, y que con las técnicas del falso documental daba al mexicano Daniel Giménez Cacho la oportunidad de lucirse con un papel inolvidable.
A falta de ver El pasajero clandestino, es precisamente esta El niño de la luna el trabajo más luminoso del realizador mallorquín, aun no estando, es obvio, exenta de una cierta perversidad. Por ello, y quizá por el tiempo que llevaba detrás de su visionado, ha resultado una experiencia bastante decepcionante. Quizá el paso del tiempo revalorice su recuerdo, o quizá me confirme que estamos ante un trabajo de un cineasta que, desde luego, puede dar muchísimo más de sí. Sobre todo cuando mira hacia adentro, hacia sus propias miserias y las de sus semejantes, y nos lanza a la cara pesadillas repletas de crudeza y verdad, impresas en celuloide.
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